Para S. E. F. A.


Shelly vivía en la costa con sus hermanas, pasaban los días jugando en la playa bajo los amorosos rayos del sol hasta que eran cubiertas casi por completo con arena arrojada por las espumosas olas quienes también preparaban para ellas una mullida cama de algas húmedas cerca del embarcadero. La giratoria luz del faro arrullaba sus ensueños nocturnos al tiempo que algún barco lejano emitía su grave voz desde el horizonte. Pero Shelly no podía dormir.

Una mañana de invierno había llegado a la playa arrastrada por una ola, su palidez y redondeadas formas llamaron de inmediato la atención de toda la comunidad pues ella era distinta de los demás; sin embargo, las hermanas se apiadaron de ese hálito de tristeza que envolvía a la recién llegada, la bañaron en las saladas aguas y la llevaron a vivir con ellas. Shelly, como fue bautizada por la abuela, poco a poco se integró a la vida con sus nuevas hermanas e, incluso, adquirió un tono rosado a causa del sol. Pero no podía dormir: pasaba las noches en vela mirando al cielo.

Nadie sabía por qué Shelly se enterraba en la arena durante las noches nubladas ni por qué permanecía despierta cuando el cielo estaba despejado; pero no esperaban comprenderla, aunque ahora fuera una hermana más, siempre sería diferente: una extraña llegada de tierras distantes. La abuela, sin embargo, observaba a su nueva nieta y veía en ella el mismo anhelo casi olvidado de su juventud, un deseo imposible que la llenaba de empatía y, sobre todo, de una profunda tristeza.

Una calurosa noche de verano Shelly se acercó a la abuela, quien se sabía era insomne desde hacía mucho tiempo, y preguntó: “¿cómo puedo hacer para convertirme en estrella?”. La abuela se paralizó en su lecho de coral y se vio a sí misma haciendo la misma pregunta a la que antes fuera su nana en la infancia. “Niña, le contestó con áspera voz, eso es imposible”. Imposible, una palabra fuerte que hizo eco en el vacío y sopló hasta apagar los fuegos del solsticio.

Shelly no podía dormir, pasaba las noches en vela mirando las estrellas: deseaba ser una de ellas. Sólo así podría ser hermosa y acercarse al cometa que había robado su corazón. Pero las palabras de la abuela, aunque breves, comenzaban a sumirla en un dolor más profundo que el mismo mar. Claro, era imposible que una simple conchita apenas visible entre la arena pudiera transformarse en una enorme estrella brillando a miles de años luz más allá de la playa.



Amanecer en Progreso


Sin dejar de mirar el cielo y con un lacerante dolor, la conchita se alejó de los juegos, los baños vespertinos y las canciones de cuna a medida que transcurría el otoño y la luna llena de octubre brillaba con toda su intensidad. Las hermanas de Shelly estaban preocupadas, extrañaban la forma en que ella dibujaba sus huellas en la arena como si se tratase de la estela que deja la cola de un cometa al surcar los cielos.

La abuela sentíase culpable al contemplar el estado de su pálida nieta, de modo que decidió hablar con ella. Le contó cómo en su juventud también había deseado ser una estrella sin conseguir nada más que cicatrices y decepción. Shelly, por su parte, explicó a la abuela que no se trataba de un ardid juvenil sino de amor: “un brillante cometa robó mi corazón”, dijo con seriedad. Conny, la más pequeña de la familia, quien yacía en el lecho de coral de la abuela renuente a hacer la siesta, había escuchado todo; no comprendía por qué las conchas más grandes se complicaban tanto por ciertas cosas. “No necesitas ser una estrella para recuperar el corazón que te robaron, tú vives donde está tu corazón”, dijo mientras se escabullía entre las ramas del inerte coral. Shelly no había prestado atención a las palabras de Conny, pensaba que era muy pequeña como para comprender ciertas cosas.

El tiempo pasó como golpe de mar para las hermanas, para Shelly cada noche mirando las estrellas era una eternidad. Cuando llegó el solsticio de invierno la conchita se encontraba recostada sobre las frías algas mirando fijamente la inmensidad del cielo en la noche más larga del año. De repente la piel calcificada de Shelly se estremeció: ahí, a miles de años luz de distancia, se hallaba él, majestuoso y brillante, la miraba.

La conchita sintió un cálido abrazo, una luz que besaba sus manchitas rosadas y cómo se llenaba un hueco: había recuperado su corazón.

A la mañana siguiente Shelly había desaparecido. Algunos dicen que el mar se la llevó de la misma manera que la había dejado en la playa; otros, que se enterró tan profundo en la arena como para llegar a China (que es un lugar que siempre se encuentra del otro lado del mundo no importa dónde estés); pero Conny cuenta que una enorme piedra con cola se llevó a su hermana a los confines del universo donde ahora vagan juntos compartiendo un enorme y titilante corazón.



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La idea de escribir este texto surgió en Progreso, Yucatán (octubre 17, 2007) mientras caminaba de espaldas al amanecer. Mis amigos y yo nos pusimos en camino cuando aún estaba completamente oscuro, y mientras nuestros pasos se acercaban al largo muelle la luz comenzó a iluminar el agua, la arena y las innumerables conchitas que acariciaban nuestros pies desnudos a cada paso. Yo había pasado la noche entera sin dormir, así que aún tenía los ojos llenos de estrellas, la ropa saturada de arena y la mente vasta con el anhelo de la mirada de S.
Fue así como traje de Yucatán algo más que quejas.
La "historia" ha cambiado bastante desde su concepción hasta hoy... creo que se debe a los continuos golpes de mar que impiden a las conchitas y granos de arena permanecer en el mismo lugar... supongo que seguirá cambiando como las costas donde nació.
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