Soñé con los trífidos. No eran exactamente los de El día de los trífidos de John Wydham aunque conservaban esa apariencia que les dio el autor, la que de manera magistral consiguieron en la miniserie de la BBC en 1981 (la cual, por cierto, tendrá remake a finales de este año). Eran unos trífidos enormes, "¡plantas bien alimentadas!, con la sobre población no me sorprende", pensé cuando los miré a través del enorme ventanal de mi futurista departamento en un sitio que bien podría ser Manhatan. Parecían torres caminando pesadamente en el agua, sus corolas de tonos rojizos contrastaban de manera sublime con el cielo gris; uno de ellos parecía haber atravesado el suelo y parte de la pared debido a un, quizá, veloz crecimiento. Alos llegó mientras yo admiraba al trífido ahora obra de arte empotrado en la pared y me dijo que quizá eran parte de la filmación de una película pues los de Wydham eran más cortos de estatura... ¡Un momento! Alos, departamento, futuro, agua, rápida mirada a la ventana, puente... seguramente no era Manhatan, sino San Francisco... la presencia de los trífidos me apuntaba más a Londres, pero al fin y al cabo se habían dispersado por todo el mundo y era mi sueño, ¿no? San Francisco será.

De repente me encontraba en la calle donde muchas personas (ciegas y con vista) ya se habían entregado al característico frenesí que sigue a la invasión de seres no naturales que se alimentan de la raza humana: había destrucción, autos incendiados, niños llorando y un Einstein chibi abrazando sus rodillas en medio de la calle repitiendo sin cesar "alles in Ordnung ist" (o eso le entendí...). Caminando por la caótica ciudad me encontré con un expendio de hamburguesas, uno de los pocos negocios abiertos que aún ofrecía servicio, su logo era un par de rostros (como las máscaras del teatro) de un humano normal y un zombie, la verdad no recuerdo el nombre, así que lo llamaré Zomburger para efectos narrativos. Mientras miraba el menú para ordenar comencé a platicar con un par de hombres trajeados que me acompañaban en la fila: "en México ya comíamos cerebros antes de que los zombies se pusieran de moda", "¡nah!", "¡en serio, se llaman sesos!".

No recuerdo más.



Desperté con ganas de leer a Carballido.

Quería releer El norte, tan sensorial, tan perfecta en su sucesión de analepsis y prolepsis, la maravillosa novela que alguna vez permaneció en las bodegas de la Universidad Veracruzana (porque "publica pero no distribuye"[1]) o fue descontinuada por una editorial (al igual que muchos otros títulos) para publicar las obras completas del Pato Donald. Por aquello de la suerte, entonces, comencé leyendo La veleta oxidada.

Adoro que los libros me sorprendan tanto, que me hablen no sólo de su historia, también de la mía de cómo es todo a mi alrededor: "una calma tal que tiraría un papel desde un quinto piso y caería como un plomo" (Carballido, 1954). Sensorial y musical, cruda y jocosa: no he dejado de escuchar a Shöenberg desde que sentí sus atonales en el texto y solté la carcajada más grata de estos días.

-¡Los gatos a esta hora!
-Y después vienen los bomberos -le dijo Martha entrando, con una sonrisita malvada, vengativa. Los bomberos, peor aún que los gatos, era el sobrenombre para Varèse.
Adán observaba a su mujer paladear con más delicia que el café las crispaciones de Adela a cada agudo de la flauta, o cuando el recitado de la soprano arrastraba muy bajo las sílabas.
-Me encanta Shöenberg. Ahora voy a comprar sus cuartetos.
-¿No podrías ponerlo más suave? -Adela sentía la bilis regársele por el cuerpo. El "Pierrot Lunar" era la ofensa más violenta que Martha podía inferirle-. Es una verdadera gata en brama. Son aullidos. Es que no soporto más. Es una gata en brama.

(Carballido, 1954)


"Es la música de los gatos. Doña Martha dice que se llama el Pierrot."
(Carballido, 1954)



[1] Según palabras de Emilio Carballido en el prólogo de la edición de la serie Lecturas mexicanas publicada por CONACULTA.